lunes, 26 de febrero de 2007

Al magreb al Aqsa

En esta ocasión esta pintoresca foto, donde Ale y yo no aparecemos ya como críos pero tampoco como personas adultas, nos servirá para hablar de Marruecos, del moro. Esta fue la primera vez que fui a Marruecos (ir con mis padres a Xauen con 5 años no cuenta) y fue, en cierto sentido, la mejor. En primer lugar, lo desconocido, con todas las "leyendas" que circulan sobre los moros. En segundo lugar, un viaje organizado por nosotros con la guía del routard, a nuestro aire y sin control ninguno. Llegamos a Tanger y luego fuimos a Fes, donde se tomó la foto. Como íbamos justitos de dinero ni se nos ocurría comer en restaurantes, ni siquiera los baratos. Así que tuvimos la feliz idea de preguntarle a nuestro guia, un chaval que se conformó con la botella de guisqui que llevábamos para cambiar, como podríamos hacer para probar algo típico marroquí (y no mas bocadillos) por poco dinero. Nos propuso que le diéramos algo de dinero para que su madre hiciera la compra y nos preparara un cuscús. Nos pareció muy buena idea, sobre todo porque nos pidió menos de 1o euros por los cuatro. Sabíamos, por supuesto, que él sacaría beneficios del trato, pero era lo mejor para todos y además, mejor dejarle dinero a alguien conocido. Dicho y hecho, tras apoquinar los 100 dirhams, nos llevó a conocer el barrio antiguo de Fes, una maravilla de 1300 años de antigüedad, donde la miseria era medieval, con los artesanos trabajando en los escasos huecos entre casuchas, donde cruzarse con un funeral era un hecho cotidiano. Fes ocupa en mis recuerdos un puesto de honor entre las ciudades que más me han impresionado. Bath, Tübingen o Amsterdam. En Fes lo que me lleno de sorpresa y emoción fue la sensación de "alteridad", lo impermeable que parecía aquella ciudad a influencias y avances foráneos. Como si pudieran seguir viviendo como hicieron sus ancestros sólo con no salir de Fes al Bali, el Viejo. Sentí el impacto que los viajeros románticos experimentaron al entrar en contacto con Oriente, el Otro por excelencia. Pero al tiempo descubrí que yo era mestizo, que me reconocía y me encontraba con los marroquíes, que algo en mi cultura hundía sus raíces en el mismo suelo que la suya. Vecinos cercanos, he vuelto muchas veces a Marruecos, por su comodidad, por ser tan barato. Pero también como viaje interior, donde mirarme en un espejo que nos recuerda lo que fuimos, no sólo por el rollo de al Andalus, sino por pueblo agrario, cerrado, donde la vida es más dura pero menos compleja. Con historias de emigrantes en cada umbral. Mirando hacia el norte con envidia y deslumbramiento. Con familias llenas de niños, que juegan en la calle. Detalles que conocí en mi infancia pero que ya no ven los niños españoles.
Marruecos es también el reino de los sentidos, donde las cosas huelen como no es posible que huelan o sepan en nuestro civilizado, saludable y plastificado mundo, donde los niños saben que la leche la dan los tetrabrik. Y aunque vivir así no es lo que deseo, una cierta nostalgia por otra forma de vivir si que me emborracha cuando estoy al otro lado del Estrecho. Es un país del que enamorarse y tengo muchos recuerdos dichosos entre las sinuosas callejas de Tanger, Xauen o Tanger, escapadas con amigos gabachos, viajes con Derechos Humanos. He tenido la suerte de ser acogido por amigos, como la ultima vez, cuando nos llevaron de paseo por Tanger en uno de esos Mercedes antiguos pero potentes. Nos llevaron donde van los propios tangerinos, haciendonos sentir en casa. Y al hacerlo, descubriamos cuanto nos parecemos, como cuando nos llevaron a un chiringuito de playa a comer pescadito frito. ¿No os suena?

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